miércoles, 21 de enero de 2015

Veinte años de TLCAN y la política cultural en México

A veinte años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) se imponen los balances y éstos nos muestran panoramas diferentes. Hasta donde llega mi entendimiento, si hablamos exclusivamente de comercio, los resultados son positivos al menos en algunos campos y, en consecuencia, se podría decir que el TLCAN ha sido útil para incrementar las exportaciones. Cuando vemos el panorama completo del desarrollo -que implica el bienestar, los ingresos y las capacidades de los ciudadanos- los datos no sólo son pobres, sino alarmantes. Muchos países latinoamericanos, sin contar con un tratado de libre comercio con los Estados Unidos y Canadá, muestran mejor desempeño tanto en los indicadores macroeconómicos como en el combate a la pobreza (Weisbrot et al, 2014: 24). Y al mal desempeño de nuestro sistema económico y social se suma el flagelo de la violencia que es la antítesis de la vida, la salud, el bienestar y desarrollo económico del país.
Desde luego que hay que evitar los escenarios en blanco y negro, no porque no haya elementos para considerarlos, sino porque la parálisis que producen es contraproducente. Pensar que el TLC ha cumplido con sus objetivos es parcial si recordamos las expectativas difundidas hace veinte años. Mirar el tratado como un fracaso es olvidar que la opción por centrar la dinámica en la exportación de manufacturas la tomó el gobierno mexicano varios años antes y, que hasta cierto punto el tratado era una deriva natural de esa opción y tal vez la menos inconveniente.  No es que no hubiera opción ante la globalización económica pero, de entre las posibles –desde el alegre abandono a ella o su radical rechazo-, el TLC era una opción racional.
En materia de cultura podemos hacer una reflexión parecida. Antes de la firma del TLCAN, Carlos Monsiváis escribió que frente al tratado había posturas igualmente difíciles de compartir. La primera, que llamó “apocalíptica” olvidaba que muchas de sus preocupaciones ya habían ocurrido y miraba con temor que condujera a una indeseable censura de ideas sospechosas de amenazar la identidad nacional cuya defensa sería una tarea mayúscula en caso de que fuera posible localizar tal identidad. La puesta en escena de esta postura despertaba, decía Monsiváis, mayor apoyo pues se identificaba con la visión de los vencidos. La otra posición que denominó “utópica” era igualmente insustancial y hasta cierto punto más cuestionable  pues se basaba en la ensoñación de algunos entusiastas del TLC que pensaban que el sólo acto de firmar el tratado iba a liquidar siglos de atraso y escasez.  Una postura que predicaba el ingreso a la religión del mercado libre, sin importar las adversas condiciones en que el país lo hacía; sólo contaba “la reverencia ante la mentalidad triunfadora, la idea de existir por la imitación” (Monsiváis, 1992: 207-209).

Pero el claro análisis de Monsiváis no tuvo el efecto práctico de diferenciar la consideración de cómo se iba a ver afectada la Cultura por el tratado de lo que debería ser el contenido de una negociación precisa sobre el porvenir de los bienes culturales producidos por las industrias audiovisuales. Esto se expresó incluso en el reducido círculo que discutió los efectos que atraería el TLCAN en este campo. En efecto, a principio de los noventa Gilberto Guevara Niebla y Néstor García Canclini (1992) coordinaron con el apoyo de la subsecretaría de educación superior de la Secretaría de Educación Pública un seminario de análisis sobre las consecuencias del tratado en materia de cultura y educación. A éste asistieron muchos académicos, pero pocos funcionarios responsables de la negociación e igualmente hubo una participación muy reducida de creadores, y aunque García Canclini colocó la discusión en el terreno del intercambio de bienes y servicios culturales, hubo en realidad escasas propuestas que orientaran, si es que aún había tiempo, la negociación comercial en este campo.

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