A
veinte años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) se
imponen los balances y éstos nos muestran panoramas diferentes. Hasta donde
llega mi entendimiento, si hablamos exclusivamente de comercio, los resultados son
positivos al menos en algunos campos y, en consecuencia, se podría decir que el
TLCAN ha sido útil para incrementar las exportaciones. Cuando vemos el panorama
completo del desarrollo -que implica el bienestar, los ingresos y las capacidades
de los ciudadanos- los datos no sólo son pobres, sino alarmantes. Muchos países
latinoamericanos, sin contar con un tratado de libre comercio con los Estados
Unidos y Canadá, muestran mejor desempeño tanto en los indicadores
macroeconómicos como en el combate a la pobreza (Weisbrot et al, 2014: 24). Y
al mal desempeño de nuestro sistema económico y social se suma el flagelo de la
violencia que es la antítesis de la vida, la salud, el bienestar y desarrollo
económico del país.
Desde
luego que hay que evitar los escenarios en blanco y negro, no porque no haya elementos
para considerarlos, sino porque la parálisis que producen es contraproducente.
Pensar que el TLC ha cumplido con sus objetivos es parcial si recordamos las
expectativas difundidas hace veinte años. Mirar el tratado como un fracaso es
olvidar que la opción por centrar la dinámica en la exportación de manufacturas
la tomó el gobierno mexicano varios años antes y, que hasta cierto punto el
tratado era una deriva natural de esa opción y tal vez la menos
inconveniente. No es que no hubiera
opción ante la globalización económica pero, de entre las posibles –desde el
alegre abandono a ella o su radical rechazo-, el TLC era una opción racional.
En
materia de cultura podemos hacer una reflexión parecida. Antes de la firma del
TLCAN, Carlos Monsiváis escribió que frente al tratado había posturas igualmente
difíciles de compartir. La primera, que llamó “apocalíptica” olvidaba que muchas
de sus preocupaciones ya habían ocurrido y miraba con temor que condujera a una
indeseable censura de ideas sospechosas de amenazar la identidad nacional cuya
defensa sería una tarea mayúscula en caso de que fuera posible localizar tal
identidad. La puesta en escena de esta postura despertaba, decía Monsiváis, mayor
apoyo pues se identificaba con la visión de los vencidos. La otra posición que
denominó “utópica” era igualmente insustancial y hasta cierto punto más
cuestionable pues se basaba en la
ensoñación de algunos entusiastas del TLC que pensaban que el sólo acto de
firmar el tratado iba a liquidar siglos de atraso y escasez. Una postura que predicaba el ingreso a la
religión del mercado libre, sin importar las adversas condiciones en que el
país lo hacía; sólo contaba “la reverencia ante la mentalidad triunfadora, la
idea de existir por la imitación” (Monsiváis, 1992: 207-209).
Pero
el claro análisis de Monsiváis no tuvo el efecto práctico de diferenciar la
consideración de cómo se iba a ver afectada la Cultura por el tratado de lo que debería ser el contenido de una
negociación precisa sobre el porvenir de los bienes culturales producidos por las industrias audiovisuales. Esto
se expresó incluso en el reducido círculo que discutió los efectos que atraería
el TLCAN en este campo. En efecto, a principio de los noventa Gilberto Guevara
Niebla y Néstor García Canclini (1992) coordinaron con el apoyo de la
subsecretaría de educación superior de la Secretaría de Educación Pública un
seminario de análisis sobre las consecuencias del tratado en materia de cultura
y educación. A éste asistieron muchos académicos, pero pocos funcionarios responsables
de la negociación e igualmente hubo una participación muy reducida de creadores,
y aunque García Canclini colocó la discusión en el terreno del intercambio de
bienes y servicios culturales, hubo en realidad escasas propuestas que orientaran,
si es que aún había tiempo, la negociación comercial en este campo.
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